martes, 23 de octubre de 2012

Ciudad Universitaria: Crónica de una visita atenta


En cierta forma, entré a ciudad universitaria antes de llegar a destino. Los vehículos circulan mientras espero el 37 en la parada de Coronel Díaz y Las Heras frente a la plaza, y en la cola solo quedan algunos que esperan el ramal a Ciudad Universitaria. Antejos, pantalones ajustados, mochilas y rostros juveniles dibujan un paisaje que imaginaba para la fila detrás de mí. Una vez a bordo del transporte me acerco al fondo del móvil donde dos jóvenes estudiantes repasan funciones y coordenadas de un cuaderno con hojas cuadriculadas (un parcial, tal vez). Mi instinto me dice que la mujer mayor sentada junto a ellas no tardará en descender. En efecto, dos paradas más tarde se para para dejarme su lugar y confirmar mi pequeño “don” narcisista del transporte público (tengo la habilidad de detectar en muchos casos quienes bajan antes y quienes después en un colectivo, creo). De cualquier forma, una vez sentado me detengo a pensar en los estudiantes que se conglomeran a bordo de estas líneas a diario. ¿Cómo será transportar una maqueta hasta Ciudad en hora pico de la mañana? ¿Qué ocurre los días de parcial? ¿Viajarán repasando en el camino o tomarán otro medio de transporte? ¿Es mejor viajar en auto y luchar por un estacionamiento al llegar? ¿Cuánto demora una persona que vive en el conurbano para acercarse hasta la facultad? No puedo responder con certeza -ni sin ella- mis cuestionamientos, además, una joven con calzas bicolor –blanco y negro- nubla mi pensamiento (¿soy el único que se marea con este tipo de prendas de vestir?). Inquebrantable, el 37 sigue su camino sobre Figueroa Alcorta, pasa el puente sobre Lugones y entra a Ciudad Universitaria. Bajo en la primera parada dentro del complejo, tengo mucho para ver.



Sede de las carreras de Matemática, Física y Meteorología, el pabellón número uno se transforma en mi primer objetivo. Quiero conocer todo el lugar y me parece adecuado comenzar por el principio. No sé si fue decepción comparativa o simple aburrimiento, pero (casi) nada me llama la atención del edificio. Pobre en decoraciones, vacío en muchas partes, carteleras desperdigadas, algunos carteles y una biblioteca con alumnos leyendo en silencio. Solo el endemoniado trazado de escaleras poco uniformes llama mi atención. Parece mentira que un edificio de tres pisos tenga tantas y, algunas, tan pequeñas. A la salida camino por el parque que conecta al edificio con los el resto de los pabellones. Hay jóvenes jugando al futbol y otros leen o toman mate. El olor a pasto y humedad del río humecta mi caminata.




Así como así llego al segundo pabellón. Su imponencia se hace ver desde lejos, pero estando aún más cerca puede apreciarse detenidamente. Es un coloso de unos nueve pisos de altura y, por lo menos, 150 metros de largo por 70 de ancho. Su muro principal reza: “Facultad de Ciencias Exactas y Naturales”. Entro.



Tal vez sea por la lógica naturalista e introvertida de los especialistas en ciencias exactas, pero el interior, a excepción de unos cuantos carteles políticos, parece desolado. Los alumnos se reúnen en, pocos, pequeños grupos para dialogar respecto a asuntos facultativos. Saco mi cámara y tomo algunas fotografías. Me impacta entrar en la facultad. Es oscura y sus aulas no están abiertas al estudiante, como una gran catedral europea; con poca luz y visitada solo por silenciosos individuos preocupados en sus asuntos.



Hay entrepisos con pinturas y mesas con sillas fijas para los alumnos, pero no comedores o locales de venta de comida. Luego caeré cuenta que, a pesar de su semejanza  exterior, poco guarda en común con el pabellón de diseño y urbanismo (3).



El camino me desvía hasta el pantano, antes de alcanzar el siguiente edificio. El Gobierno de la Ciudad prepara allí una nueva reserva ecológica junto a los terrenos de la universidad. El paso está denegado para el personal ajeno a la obra, pero me adentro unos metros para ver de cerca aunque no alcanzo a ver mucho más de lo que se veía desde afuera. De cualquier forma, hay algo emocionante en el trasgredir la ley del “prohibido pasar”. El agua se estanca en la represa de piedra que prepararon para el agua del pantano. Botellas y basura se amontonan en una esquina del piletón.



Sigo hasta la entrada del último pabellón (construido). Un pasillo poblado de venta de artesanías, programas y software de diseño, panes rellenos y películas y series televisivas dificulta mi entrada. Una vez dentro me aturde, casi, el murmullo constante de los estudiantes. Las mesas instaladas en el patio central se las reparten estudiantes que trabajan impávidos en sus labores y la luz que proviene de los ventanales sortea las enormes pancartas políticas que apoyan a distintos partidos para el centro de estudiantes. Subo unos pisos y entro en las aulas abiertas donde más alumnos trabajan, ahora en maquetas, de a grupos mientras escuchan música (¿hay clases normales en esta facultad?). Salgo del edificio.


















Una vez fuera me acerco al “pozo”. Le digo así porque se encuentra hundido unos metros bajo la tierra. Me refiero a los cimientos del pabellón número 4, la imaginaria facultad de Psicología. Saco más fotos y pienso en los alumnos que deben dividir su cursada entre cinco edificios distintos, qué se quejan de la inseguridad de cursar en Once donde los robos y la prostitución atemorizan a quienes cursan en el turno nocturno, donde las instalaciones se caen a pedazos y las quejas son desoídas por autoridades de la universidad. Entre apertura y cierre del obturador tomo registro de esos sueños frustrados que hoy perjudican a miles de alumnos y me imagino (por momentos) un edificio que nace bajo mis pies. Solo un sueño.




Algo parecido me pasa cuando entro a el bosque que alberga los cimientos del pabellón 5. Al menos este lugar aloja a ciudadanos que eligieron vivir en conexión con la naturaleza. Son “los aldeanos” de Velatropa. No quiero molestarlos, no me acerco, pero tomo algunas fotografías. El lugar se ha transformado en una especie de santuario a la naturaleza y pistas de acrobacias para bicicletas. La batería de la cámara se está terminando, me doy cuenta que a pesar de haber sacado fotos durante las últimas tres horas aún quiero sacar más. Debería haber traído una batería de repuesto. Finalmente salgo de allí y me siento a esperar mi trasporte de vuelta. Mientras me agarro la cabeza para no quedarme dormido pienso en todo esto. Me gustaría imaginar que algo bueno va a hacerse en este lugar y que tanto esfuerzo dará frutos alguna vez. No creo poder hacer mucho más, y acá viene el colectivo.  





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